lunes, 15 de noviembre de 2010

Foto ganadora del II Concurso de fotografía Micológica. "SOLAS"


Fotografía realizada por Mª Teresa García, pincha aqui para entrar en su página web.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Treinta y un años después

(Picnic en el campo, a pocos km de Astorga. Año 79. La niña de la derecha, bajo el brazo de mi padre, soy yo. En el suelo, níscalos cociéndose a la brasa)

A veces la vida te sorprende realizando, no tus sueños, sino una versión tan audaz de los mismos que ni siquiera te atreviste a imaginar. Puedo decir que, en algunas facetas de mi vida, he vivido esto, la sorpresa por lo que finalmente sucede. En este caso una sorpresa agradable, claro está.

Viví en Astorga desde que tenía año y medio hasta los 7. Mis recuerdos de aquella época siempre han sido dorados, felices. Supongo que en parte porque a esas edades uno es todavía muy inocente y, mientras tenga salud, su familia ande bien y en el cole tenga buenos amigos, todo parece perfecto y la vida es una ilusión continuada. Fui de esas niñas que se levantaban con ganas, porque les gustaba vivir. Ir al cole, estar en casa, salir al campo (tan cercano) a jugar...todo era una maravilla, para mí.

Pasó el tiempo, y hubo un par de traslados más en mi familia, que nos fueron llevando a ciudades cada vez mayores (León primero, Barcelona después) y, por lo tanto, más lejos del campo del que ya me había enamorado. Porque, si vives una infancia más o menos feliz, inevitablemente te vas a enamorar del entorno donde esto sucede. Siempre vas a recordar aquellos lugares donde corriste y jugaste por primera vez, en una casi completa libertad. Y para mí aquello eran los paisajes presididos por el Teleno, la maragatería y un poco más.

Cuando, ya más añosa, me descubrí incómoda en la gran ciudad y asumí que, como casi todos los adultos que pasan de los 30, acarreaba conmigo unos cuantos problemas o preocupaciones interiores, más o menos pequeñas, pero más o menos molestas y persistentes, recurrí a los recuerdos infantiles como tabla salvadora para no perecer cayendo en tendencias depresivas. No estoy contando ningún secreto o recurso que todos los psicólogos, terapeutas, médicos y pensadores no conozcan y reconozcan: los niños que viven infancias felices, van a resistir mucho mejor que los demás cualquier adversidad futura. Es como si las vivencias con las que crece una persona en sus primeros años de vida fueran eso, cimientos. Si los cimientos son sólidos y saludables, cualquier cosa que pase después se resistirá mejor y será más fácil, para esa persona, salir adelante.

Yo, más poeta que todo eso, empecé a comparar a los buenos recuerdos con enredaderas de madreselva perfumada (como ésas que crecen en estos caminos). Decía que los buenos recuerdos no son una cosa inerte, muerta y tonta, sino que siguen vivos y van creciendo y adornando tu escenario interior. Incluso pueden recubrir las ruinas de tu vida, cuando ves que todo se te derrumba, llenándolo todo de flores hermosas y mostrándote que, pase lo que pase, sigue habiendo belleza en la vida, merece la pena seguir. Las vivencias felices infantiles son, pues, como semillas de vida futura que nunca sabes cuán útiles y necesarias van a ser.

Entonces no es de extrañar que, rememorando mis días felices, yo me topara con la "madreselva perfumada" de mis días maragatos y, de repente, me dijera a mí misma que a lo mejor sería bonito viajar a estas tierras de vez en cuando. Y no para recordar mejor lo vivido, sino para recargarme las pilas (y llenarme de oxígeno) viviendo lo que aquí sabía que todavía es posible vivir: naturaleza, tranquilidad, calidad de vida, cielos despejados, aire que limpia, monte, bosque...y también, por qué no, gente amable.

Han pasado los años desde que pensé lo bueno que sería hacer breves visitas a la Maragatería, mini vacaciones en plan "medicina para el alma", y mira tú por dónde, al final resulta que vivo aquí. Esta es una versión mejorada de mi "plan". Es lo mismo que lanzarse a la piscina de lo que sabes que es bueno, en lugar de reservarlo sólo para ratitos, guardadito en un cajón. Bien, siempre fui un poco inmoderada, pero esta vez me superé (Como Obélix cayendo en la tinaja de la pócima mágica, un buen baño de inmersión es mejor que andarse dosificando tanto)

Una de las cosas con las que disfrutaba cuando vivía en Astorga era ir a buscar setas. Esos días, mi padre nos recogía a las niñas con el coche a la salida del cole, nos íbamos a algún lugar no muy lejano, y hale, a llenar el cesto de níscalos, por ejemplo. Eran tardes emocionantes. Volvíamos a casa cuando el sol se ponía, oscureciendo, con la cara helada y las manos sucias, pero contentas. A veces también íbamos toda la familia los sábados, y hacíamos picnic en el bosque, con fuego incluído. Hoy eso ya no se puede hacer porque por el peligro de incendio está prohibido, pero ¡qué buenas estaban las setas a la brasa, por Dios!

Y desde que vine aquí, en esos 3 otoños no hubo manera de disfrutar de muchas setas. El primer año no hubo muchas, el segundo regular y el tercero (el año pasado, que sí hubo y muchas) estuvimos en Barcelona durante esos meses, así que nada. Per este otoño, ¡por fin! disfrutamos de setas en cantidad. Así, me he encontrado reviviendo aquellas tardes otoñales de búsqueda de setas: el mismo olor, las mismas plantas, el mismo color rojizo de la tierra, los mismos pegotes de níscalos (que en Cataluña casi nunca se ven, ya que hay demasiada gente en los bosques como para encontrar tantos juntos), las mismas piedras confundiéndose, por la forma y el color, con las setas...y el mismo Teleno al fondo, como una montaña madre que ampara todo el paisaje.
(Arriba, maravilloso pegote de níscalos que recogí hace un par de semanas a pocos minutos (andando) de la residencia)

Ha estado bien, la verdad. Para remate, ha habido unas jornadas micológicas. No las he podido disfrutar mucho, porque el niño no es muy afín a eso de asistir a charlas (creo que en la única que estuvimos, dejó toda la sala llena de pieles de cebolla, además de distraer -tal vez demasiado- al personal) Pero bueno, da igual, habrá otras oportunidades. Es lo que decía de los sueños: llegar a vivir en un lugar donde, no sólo crecen setas, sino que además se les dedica museo, gastronomía, jornadas divulgativas y mucha atención, para mí y mi pasión setera es el colmo y mucho más de lo que hubiera imaginado que viviría. Fíjate tú las vueltas que da la vida, vivir a 10 minutos escasos andando de "setales" de níscalos, ostras.

Por supuesto, el hecho de haber tenido un hijo aquí me satisface porque claro, pienso que si yo fui feliz en Astorga, por qué no va a ser feliz él por estas tierras. Igual me equivoco, pero de momento me parece que no. Luego, la vida sigue dando vueltas y nunca se sabe qué pasará. Tal vez debamos irnos, o tal vez no. Pero mantengo la esperanza de que, si ahora se "siembran" en mi hijo las semillas de vivencias felices en un entorno sano y bello, sea cual sea su futuro, tendrá "madreselvas" en su interior dispuestas a ayudarle en las etapas difíciles. Porque todos las vivimos un día u otro. La vida es así. Entonces, siempre le quedarán los recuerdos tabuyanos...y la memoria de estos montes, el olor de los pinos, el rumor del bosque, las setas, los caminos, todo.

Y nada más. Sólo quería decir esto. Muchos tabuyanos y gente de alrededor se preguntan aún por qué vine aquí, cómo es que me dió la ocurrencia de venir a parar a este rincón de mundo. Pues bien, esta es a grandes rasgos mi explicación. También es, una vez más, una muestra de agradecimiento a quienes, con su vida entregada en estos pueblos, hacen posible que siga habiendo presencia HUMANA en estos paisajes y, por lo tanto, que siga siendo posible venir a vivir aquí. Gracias, pues.

...