viernes, 1 de octubre de 2010

La Nostalgia de los Abuelos

Esta entrada va dedicada a todos los abuelos (y bisabuelos) que viven en medio rural. O sea, ya digo por adelantado que no hablo exclusivamente de Tabuyo, sino en general, aunque seguramente muchos abuelos tabuyanos se puedan identificar con lo que diré. Y esta vez escribo sin poner fotos, pero no porque no haya tenido ocasión de sacar una que se adecuara al título de esta entrada, sino porque no he querido hacerlo. No he querido exponer en este medio la vulnerabilidad de personas que se han atrevido a mostrarme una pizca de sus sentimientos de nostalgia. No me ha parecido bien, hay cosas que es mejor que queden en la intimidad, en el anonimato.

Un día, en un lugar rural cualquiera, mi hijo llamó la atención de un matrimonio de gente ya algo mayor. No muy mayor, pero un poco sí. Sucedió lo más normal, ya que cada vez que recorro con Uriel las calles de cualquier pueblín, acuden las gentes. Como hay tan pocos niños...Bueno, hay pueblos donde de hecho ya no hay ningún niño, como uno que visitamos este verano, con lo cual le salían abuelos adoptivos de todas las esquinas, encantados de ver a un chiquitín. Pero a lo que iba, que aquel buen hombre se acercó a mi hijo y se puso a hacerle gracias. Luego quiso invitarnos a entrar en su casa. Así le podría enseñar los animales al niño. Yo acepté encantada.

Y cuando entré en el patio de aquella casita, me conmoví sin saber por qué. Dejé que el señor cogiera en brazos al niño y lo llevara a ver los conejos. Yo fui detrás, por si el niño me extrañaba, aunque en realidad estaba bien contento con la interesante novedad. Y entonces ví aquello...no sé cómo describirlo. Vi aquel espacio humilde pero tan cuidado, donde estaban las jaulas para los conejos. Las paredes de piedra, el suelo lleno de hierba seca. Las jaulas, hechas a mano, aprovechando pedazos de tela metálica, tablones viejos y maderas aprovechadas de aquí y de allá. La luz entraba por un ventanuco, y noté un aire familiar. El olor a hierba seca mezclado con el de los excrementos de conejo, el olor a piedra, a tierra, y el mimo que había detrás de cada jaula, de cada detalle. Ah, ya sabía lo que me estaba pasando: al ver a ese buen hombre ahí, en medio de su conejera, orgulloso de ella y de poder enseñársela al niño, me estaba acordando de uno de mis abuelos.

Mi abuelo era igual. Afable pero sin estridencias, sin exagerar. Sonriente y atento con los niños, aunque también sabía ponerse serio si hacía falta. Y tenía ese cuidado con todas las cosas materiales, ese cariño para saber cómo arreglar cualquier cosa que se rompía, poniéndole pedacitos de otros materiales que sobraban o quedaban de aquí y de allá. En la casa de mis abuelos había partes que tenían desorden, pero era "un desorden ordenado". Cada cosa estaba más o menos en su lugar. También había partes super ordenadas, diáfanas. Cada cosa tenía un porqué, y muchas cosas se guardaban porque tal vez servirían para arreglar esto o lo de más allá.

Ese amor por la materia, ese cuidado con los objetos y las cosas, es algo que apenas existe en el mundo moderno en el que crecen las nuevas generaciones. Supongo que en parte por eso me conmoví. Entré en una casa donde todavía se vivía el cariño, el cuidado por lo que uno tiene, porque se valora el esfuerzo que cuesta "hacer" cada cosa, conseguirla y que sea de utilidad. Hoy todo es (casi) de usar y tirar. Desde los juguetes hasta las jaulas para conejos. Si se rompen las cosas no se arreglan, se tiran y se compran unas nuevas porque total, con lo poco que valen...

Además, aunque quisieras arreglarlas, no sabrías cómo hacerlo porque eso no se suele ensdeñar. Tampoco te sería fácil encontrar a alguien que reparara según qué. Lo de enseñar a reparar es cada vez más algo de segunda categoría. Se dice, despectivamente, que eso es "hacer chapuzas". En realidad lo que pasa es que la gente moderna ha olvidado el verdadero valor de las cosas. No tienen consciencia de lo que cuesta fabricar nada, ni del coste ecológico que tiene cada objeto de usar y tirar que compramos. Como basta con ir a un comercio barato para encontrar de todo por cuatro perras, nos engañamos y pensamos que da igual. Pero si hubiera una catástrofe, por ejemplo un crac de energía en el cual no funcionara nada eléctrico, o se terminara el suministro de petróleo de la noche a la mañana, el mundo se colapsaría y descubriríamos que nos hemos acostumbrado a derrochar, a tirar objetos que, sin toda esa tecnología, es dificílisimo conseguir. Ahora bien, como en principio todo "funciona" y no hay aparentemente mayor problema, la gente cada vez compra más...y tira más...Se desprecia el verdadero valor de la materia, de lo que se saca de la tierra. Total, en el supermercado lo venden todo a un euro, o casi.

Muchos se reirían de las jaulitas de conejos mil veces apedazadas con telas metálicas y maderas aprovechadas, pero yo no. Yo estaba conteniéndome para no llorar de emoción. Me acordaba de mis abuelos y pensé cuánto les hubiera gustado conocer a mi hijo. Pero claro, ya no llegaron a tan viejos, porque yo he sido madre algo tarde. Le hubieran enseñado los conejos y las gallinas, como hicieron tantas veces conmigo. Qué buenos recuerdos tengo...Lo hubieran visto correr por el prado y hubieran muerto después con mayor satisfacción aún por su vida, ya que ahora no sólo tenían nietos, sino también un bisnieto. Cuando ves que la vida continúa tan bién después de tí, mueres con más paz. Todo va como debe ser.

Sí, no vale la pena lamentarse por imposibles, pero el caso es que lo sentí así. No pude evitarlo, porque aquel señor me recordaba a mi abuelo, y aquella conejera tenía un estilo, un aire terriblemente familiar que me conectó con mi infancia y con la felicidad que sentía cuando íbamos al pueblo a ver a los abuelos. ¡Aquello era vida! Pensaba estas cosas y entonces, como confirmando mi sensación, aquel matrimonio mayor empezó medio a disculparse por entretener tanto al niño. Con la boca pequeña me dijeron que ellos tenian un nieto pero que sólo le veían 3 ó 4 días al año, en verano. Y claro...No estaban molestos, no lo decían por mal decir, sino que simplemente admitían su nostalgia, como abuelos, su penita por no ver apenas al nieto.

Pensé después en la cantidad de abuelos rurales que viven en casitas humildes como aquella, ocupados en las labores de la tierra, sus animales y sus huertas. Pertenecen a un mundo que termina y a una era que termina. No parece que las nuevas generaciones vayan a entretenerse cuidando huertas, conejos o gallinas. Lo harán sólo si les da dinero, o si tienen suficiente tiempo libre como para hacerlo como un entretenimiento de fin de semana. Y para que algo dé dinero, hoy, necesitas hacer las cosas a lo grande. Vamos, es que casi te lo exigen así las administraciones. Nada de huertinas, nada de cuatro animales. O te montas una granja como Dios manda y una plantación de tantas hectáreas, o no vas a sacar ni un duro y hasta te puedes arruinar.

Es más, te vas a sentir medio tonto por emplear tanto esfuerzo en cultivar un cuadrado de tierra, cuando los precios del mercado están tirados. Si te tuvieran que pagar las horas de cavar y recolectar, no valdrían el precio de lo que sacas. Así las cosas, si piensas en términos comerciales vas a desestimar la vida en el campo tal y como tus abuelos la conocieron. Incluso las personas que desean cuidar animales de granja por afición o por cuestiones sentimentales tienen cada vez más problemas para hacerlo. Para todo hay que tener permisos, para todo hay que gastar, y además cada vez hay más enfermedades, más plagas, y todo eso hay que tratarlo, lo cual vale dinero.

En resumen, da la sensación de que efectivamente el mundo de nuestros abuelos se termina, se acaba. Se van muriendo ellos, pero también muere su mundo, a medida que se marchan. Vuelven a la tierra los que amaban a la tierra, y tras su partida queda la tierra como más sola, más desamparada. Pocos la cuidan con ese esmero, con ese cariño. Pocos valoran lo que cuesta ver crecer un manzano y disfrutar de la fruta cuando no se trata con nada. Pocos saben esperar a que las cosas sucedan. Pocos tienen esa paciencia, esa resignación milenaria del campesino de siempre. ¡Cuántas veces he oído a tabuyanos mayores decir: "Será lo que tiene que ser"! O "Tiene que ser así" y seguir adelante, asumiendo sin enfados que este año se perdió la cosecha de esto o de aquello porque vino mal tiempo o los bichos se la comieron.

Pero ahora no, ahora se educa a la gente para que cada año todo salga perfecto y nada falle. Por narices, y al precio que sea. Y si los árboles dan problemas, se arrancan y se ponen otros. Total, por lo que vale un árbol. Y para qué voy a cuidar árboles si no me dan suficiente dinero.

Así que la nostalgia de los abuelos no es sólo su nostalgia por los nietos o bisnietos. Es también mi nostalgia por los míos, esos que ya no están. Cuando estuvieron, gocé de su presencia. Fui una niña que conoció a sus cuatro abuelos y aprendió de todos ellos, tuve esa suerte. Sin embargo, cuando más estoy valorando ciertas cosas es ahora. Típico, por otra parte, de lo que sucede cuando tú también te haces mayor. No es lo mismo con 20 años que con casi 40.

Ahora he vuelto al campo, a los pueblos, y me doy cuenta de que en cierto sentido tal vez los esté buscando a ellos, a los abuelos del pueblo. Ando buscando su rastro. Me quedó como un hueco cuando se fueron, y no me di cuenta en ese momento. Ese hueco es la comprensión de nuestros verdaderos orígenes. Todos procedemos en mayor o menor medida del campo, de los pueblos. Las grandes emigraciones a la ciudad son cosa moderna.

Valorar las ciudades y su modo de vida es pan comido, es lo que mi generación ha vivido y mamado desde que nació. Por eso, he podido valorar más la herencia empresaria y práctica, moderna, de mis abuelos urbanitas, los que terminaron sus días en la ciudad con éxitos económicos a sus espaldas. Toda esta época favorece esa clase de herencia porque las tendencias sociales van en esa dirección. Sin embargo, ¿qué pasa con los abuelos rurales? Es al contrario. El mundo entero te dice que su vida es cosa desfasada, que no hay nada que aprender de su modo de vida, que su conocimiento es cosa caducada, que no vale para el futuro. Y lo de ir al pueblo se está convirtiendo más en un turismo de sacarse fotos con gente y casas pintorescas restauradas al último detalle que en un asunto de corazón y de aprendizaje, de recuerdo de nuestro verdadero origen, que es lo que debería ser.

Por eso siento que estamos en deuda con los abuelos rurales. Que les falta recibir un reconocimiento, pero no sólo por si tienen buen o mal carácter, si son cariñosos con los nietos, si trabajaron mucho o poco. Falta que se les reconozca que todo cuanto saben es valioso. Que la herencia que pueden dar a sus nietos no es sólo una casa vieja que hay que arreglar o un pedazo de tierra con el que no sabemos qué hacer, sino una herencia de conocimiento, si me apuran, espiritual. Pues es bondad cuidar de la tierra, es bondad saber atender a lo que crece sobre ella no sólo porque da de comer sino porque además se le tiene cariño, es bondad conocer y saber tratar a los animales, cuidando su espacio en la casa con ese mimo, con esa delicadeza. Y es bueno que los niños sepan de dónde viene la sociedad que conocen, y que sepan también que un día, en este mismo lugar, fue posible vivir y salir adelante sin tantos artefactos, sin tanto usar y tirar, sin tanta complicación. A lo mejor nunca van a usar ese conocimiento, pero por lo menos que sepan que existe y que sea algo de valor.

Porque esta faceta del conocimiento humano es lo que no se ha valorado en las últimas décadas. Por eso los abuelos rurales van muriendo solos, o apartados de sus viejas casas, sus huertas y sus animales, porque los hijos, ya en la gran ciudad, no terminan de entender que eso para ellos es la vida. Y cómo pueden aferrarse tanto a cuatro bichos y cuatro surcos de plantas, que total no les dan más que trabajo y los atan a permanecer en aquella casa fría y vieja todo el tiempo. Los hijos tiran de ellos hacia la gran ciudad, pero muchos abuelos no se adaptan, y con razón, a un tipo de vida que les es no sólo extraño sino también dañino, porque atenta contra muchos principios gracias a los cuales salieron adelante en el campo. Es, para ellos, como ser trasplantado desde la tierra libre a una maceta pequeña en el balcón de un piso. Asfixiante. Desorientador. A veces es cierto que la familias no tienen otro remedio que llevarse a los abuelos para que no vivan solos alguna enfermedad, pero igualmente hay que reconocerles lo que saben. Hay que reconocer que su modo de vida, aunque termine, fue algo bueno y un tesoro de conocimientos.

La mayor parte de las veces los abuelos rurales se averguenzan de no saber suficiente. Se han creído la propaganda moderna que dice que sólo ciertos conocimientos son válidos. Entonces, aunque se sientan orgullosos de su casita, de sus animales y de su huerta, casi no lo demuestran por timidez. Andan como encogidos. Sólo en escasas ocasiones su rostro florece y su energía se expande feliz, orgullosa de su riqueza personal, cuando ven en los ojos de un niño el sumo interés por lo que explican, por lo que le enseñan. Como esta vez en la que mi hijo miraba con ojos como platos los conejos de aquel señor, y quería quedarse en su casa. Se sentía bien allí. Y no era sólo porque le hicieran caso (que de eso mi hijo no se puede quejar, pues todo el mundo, o casi, le hace caso), sino porque allí se estaba bien. Era una casa bondadosa, una casa amiga de la tierra, con ese silencio, ese "orden desordenado", esa humildad, ese cariño en los arreglines, ese no se qué...

Pero casi de inmediato, estos abuelos se dieron cuenta de que estaban mostrando su felicidad y orgullo por su vida, su conocimiento y sus humildes posesiones, y enseguida se replegaron. Igual no era correcto. A lo mejor lo suyo no valía tanto. A lo mejor había una razón por la cual no veían casi nunca a su nieto, y es que su mundo no era algo de valor. Y casi que ellos, como parte de ese mundo que termina, tampoco.

Así que desde aquí va mi reconocimiento cariñoso y mi homenaje a TODOS los abuelos rurales. Los míos, los de aquí y los de todos los demás pueblos. Que sepan que su herencia es valiosa, y que sepan que alguien habrá que esté dispuesto a recogerla. Es una herencia interna, de actitudes y sentimientos, de saber estar en la tierra, de...Es una herencia que no se mide con dinero sino con el corazón. Y doy gracias a Dios porque, gracias a vivir en este pueblo, he podido conectar con esa parte olvidada de mis propios abuelos rurales, que en paz descansen: su conocimiento de la vida en los pueblos a la "antigua usanza", sin tener coche, sin gastar artilugios modernísimos, con su huerta, sus manzanos, sus animales y nada más. Con todo eso se sentían ricos, y no era para menos. Les faltó, eso sí, sentir que podían dar a sus descendientes un ejemplo de vida rural. Siempre creyeron que eso no merecía la pena. Su modo de vida era muy respetado, pero a nadie se le ocurría decir que hubiera que aprenderlo "para el futuro". Ni a ellos mismos.

Pero yo acepto esta herencia. La quiero. Gracias. Puede que al final también termine mis días en una ciudad, porque es muy difícil abrirse camino en medio rural con tanta sociedad moderna en contra, pero por lo menos sabré cuáles son mis orígenes y cuál es el valor de vivir "en la tierra", y mi vida habrá sido más rica por eso. Ojalá estos años en Tabuyo le den a mi hijo la oportunidad, también, de heredar aunque sea en diferido lo que sus bisabuelos le hubieran dado, si lo hubieran conocido. Seguro que desde donde estén agradecen mi pensamiento, mi gratitud, y lo miran con cariño. Gracias, abuelos.

...

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso este artículo. Describes con sobrada sensibilidad y sabiduría,lo que algunos hemos tenido la suerte de aprender de nuestros abuelos.
El mejor premio de mi niñez....venir a pasar los veranos con mis abuelos.
Hoy, el mayor regalo.....mirar a ese Teleno majestuoso y siempre compañero,cada mañana.
Un saludo
Angela

Ana M dijo...

Hola Marta,
Creo que haces una gran labor reivindicando un modo de vida en armonía con la tierra y la naturaleza,algo que por desgracia se está perdiendo,sobre todo en las ciudades donde nos hemos a costumbrado a vivir hacinados apenas sin aire que respirar.
Yo soy de ciudad y de joven me encantaba,pensaba que eso de los pueblos era para los abuelos...Ahora con unos años más las cosas han cambiado,ya no estoy cómoda en la ciudad,siento un agobio tremendo y ganas de marcharme para siempre,aunque momento,por circunstancias es una utopía...¡Aiss,que envidia me dais los "telenicolas"!
Bueno,me encanta tu blog,ya lo iré leyendo a ratos porque hay cosas muy interesantes.
Por cierto,he llegado aquí por recomendación de tu hermana Montse.
Un saludo

Anónimo dijo...

Si ningún terapeuta, médico, sanador abandona al enfermo ¿Por que nosostros abandonamos el lugar donde mas enfermedad hay? Mi trabajo en la ciudad cada vez es mayor y mas gratificante...solo necesito seguir descubriendo gente trabajando, buscando resquicios y dando aire nuevo y color en lo gris. Ayer mientras montaba en bici por la ciudad, descubrí una BERZA GALLEGA arraigada en un muro de cemento de Madrid. Gracias a esas cosas la gente normal mantiene la esperanza y coge fuerzas para seguir sanando la urbe.

Marta de Paz dijo...

No creo que se puedan contraponer de ese modo las distintas vocaciones: vida rural= escapismo; vida urbana=trabajo verdadero. En los pueblos también vive gente, y esa gente también necesita ayuda o simplemente compañía, no sentir que las calles se vacían año tras año (La mera compañía es un tipo de ayuda que en las ciudad, incluso se paga, o se recibe gracias a voluntarios). También a los pueblos van médicos, porque también ahí son necesarios (y están igual de sobrecargados de trabajo que en la ciudad) En definitiva: también en los pueblos hay toda clase de problemas.

Ir a vivir a un pueblo desde la ciudad no es nada fácil, y por eso yo no puedo describir mi experiencia (ni la de otros pocos conocidos) como un escape" de nada, salvo (tal vez) de la contaminación y el ruido. Hoy en día salir adelante en medio rural es una lucha interna y externa, con lo cual nadie que verdaderamente no sea un "vocacional" de ese modo de vida lo soporta. He conocido mucha gente de ciudad que intentó lo de "irse al campo" y se llevó la hos.del siglo, porque la cosa fue demasiado dura para ellos, o la realidad no encajaba con sus planes, o la ciudad hizo mejores y últimas ofertas, etc.

En mi opinión, la sociedad necesita gente que apueste por los pueblos, gente que demuestre que TAMBIEN puede vivirse con otro modelo de urbanismo, de consumo, etc. Es necesario que haya quienes valoren la vida en los pueblos y, con su propio ejemplo y experiencia, sostengan que es POSIBLE vivir de otra manera a la que proponen las ciudades (aunque sea difícil lograrlo). Ojalá los políticos de "arriba" apostaran realmente por inyectar vitalidad con sentido (y no a ciegas y de manera cutre) a los pueblos, porque entonces todo el país lo agradecería.

Así que vivir en un pueblo, apostando por ese modo de vida, también es un "trabajo" social necesario. Ningún país que quiera tener un buen futuro puede concebirse sin tejido rural, con todo el campo abandonado, etc. Así que dejemos que cada persona siga su camino sin juzgar sus motivos. Lo que importa es que cada uno viva con entusiasmo y entrega su propia vocación: ¿Ciudad? Ole tus huevos. ¿Campo? Pues lo mismo digo.

El día que todo el campo se abandone, que deje de haber en él gente que luche por preservar espacios de vida rural y de naturaleza limpia, libre de explotaciones y contaminaciones insostenibles, etc, ese día también los de la ciudad sufrirán más. Porque todos estamos relacionados: el aire que respiran unos, viene de los bosques que otros cuidamos. El "oxígeno" y el "buen rollito" que los urbanitas toman el fin de semana cuando van a los pueblos, existe gracias a que aún hay gente allí que mantiene unas infraestructutras mínimas de acceso y habitalidad, alojamientos, etc.

De todos modos no hay que preocuparse por ninguna fuga de gente capacitada para ayudar a los pueblos: el camino neo rural, hoy, es muy minoritario. Es cosa de cuatro aventureros, gente capaz de arriesgar sueldo, posición social, grupo de amistades, ventajas de cercanía familiar, accesibilidad a infraestructuras de servicios, etc, sólo por realizar una vocación diferente.

Entre los seres humanos ha de haber de todo, como entre las hierbas del campo. Algunas personas salen de tipo alpino, otras de tipo desértico, otras de pantano, otras de pedregal...unas florecen con esplendor en medio de multitudes, otras lo hacen en lugares tan discretos que pasan desapercibidas. Lo que importa es que cada uno viva lo suyo, que sea feliz en ello, y entonces irradiará eso alrededor y ayudará, de un modo u otro, a los que tenga cerca. De la amargura nunca salió nada bueno.

Pues eso: Ojalá surjan más vocaciones humanitarias...pero en todas partes :-)
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