sábado, 22 de agosto de 2009

La Cenicienta al Revés (Relatillo con rollo pa´ pensar)

(O por qué muchas chicas jóvenes no quieren vivir en los pueblos…Aviso: es largo)


(Las flores más pequeñas del campo, unas de las protagonistas de este relato. Aquí, unas diminutas campanillas que sólo es posible ver si uno se agacha mucho y rebusca entre las hierbas de las riberas de los regueros y otros lugares húmedos)

Andaba el otro día fotografiando las flores más minúsculas que uno puede encontrarse en estos parajes, si es que se fija en lo pequeñín, cuando acudió a mi mente una antigua historia, que cuento a continuación, y que detonó en mí una serie de ideas y comprensiones en cadena.

Las flores pequeñas siempre me han gustado, porque son como tesoros preciosos que pasan desapercibidos hasta que te agachas, te fijas, y te pasmas. Pero hubo un tiempo en que yo olvidé esto, olvidé la fuerza y la riqueza ocultas de lo humilde y pequeño. Vivía en una gran ciudad, y aunque la nostalgia por las flores silvestres me hacía tener la ventana mi cuarto abarrotada de plantas de floristería, en realidad estaba muy separada de la naturaleza.

En aquellos días, hará unos 7 años, vivía yo medio asfixiada en la ciudad. Soñaba con una vida diferente, en la que el sueldo de los trabajos basura en los que andaba ocupada no se me fundiera en las cosas que exige vivir en la ciudad, sin que me llegara el dinero para poder, verdaderamente, disfrutar de la vida. Añoraba el campo y fantaseaba con marcharme algún dia a algún pueblo pequeño y tranquilo, pero no tenía ni la más remota idea de cómo hacer eso. Siempre pensaba: “¿Y de qué voy a vivir?”, sin darme cuenta de que, aunque en la ciudad en teoría hay más puestos de trabajo, tampoco hay muchos trabajos “buenos”, y los contratos basura y los horarios abusivos no eran la clase de vida que yo quería para mí. Entonces, retrasaba indefinidamente mis planes para empezar una nueva vida en el campo, diciéndome a mí misma que primero trabajaría duro unos cuantos años, ahorraría, y cuando tuviera lo suficiente para comprarme una casa y montarme un negocio, buscaría un bonito lugar y hale, a empezar de cero. Con un poco de suerte, tal vez a los 45…o a los 50 años…podría marcharme y empezar a vivir lo bueno. Mientras tanto, un poco de sacrificio, a esperar y a planear.

En realidad, todos estos pensamientos tan razonables no valían una mierda, hablando en plata. Porque aunque ese plan parecía muy sensato, no tenía en cuenta lo muy hecha polvo que me dejaba la clase de vida que llevaba, y lo muy hundida que me sentía por trabajar en cosas “sin alma”, por vivir metida en cajas de cemento, corriendo entre coches y humos, obligada a gastar en cosas que en un pueblo no serían necesarias, etc. Es lo que pasa cuando uno planea las cosas sólo con la cabeza, sin tener en cuenta lo que dice el cuerpo (sobretodo cuando se va poniendo malo y se niega a vivir más de lo mismo) ni el corazón (que puede llegar a deprimirse o a hundirse en la miseria).

Total, que cuando tenía algo de dinero ahorrado, incapaz de negarme a mi misma un poco de respiro y de naturaleza, me iba de vacaciones al campo…de viaje a alguna parte…o a hacer el Camino de Santiago…Y así me gastaba lo poco que había conseguido acumular. Por otra parte, la misma inversión que realicé alguna vez para intentar “proyectos” que luego no resultaban nada rentables, se llevaba de nuevo el dinero, y vuelta a empezar. Total, cada vez aguantaba menos la vida en la ciudad, pasaban los años y mi famoso “plan” iba haciendo aguas por todas partes, aunque yo, incapaz de pensar de otra manera, me agarraba a él, esperando que un día las cosas fluyeran mejor y pudiera marcharme.

El caso es que cuando uno no vale para algo, no vale, y punto. Por más que uno se esfuerce, no va a triunfar en una clase de vida si todo su ser se niega o resiste a ello. Me fui poniendo enferma de esto o aquello: que si vértigos, que si neuralgias del nervio trigémino, que si dolores súbitos de espalda que me dejaban clavada, que si ay aquí, ay allá…Luego iba al médico y no me encontraban gran cosa, ni sabían cómo explicar mi deterioro. Un osteópata, después de reajustarme una vértebra y salvarme de los vértigos por segunda vez, me advirtió: “La verdad es que eres muy joven para estar padeciendo esto. Tal vez deberías revisar cómo vives”.

En fin, que a mí lo que me pasaba es que psicológicamente estaba al límite, no era feliz y punto. Pero claro, ¿cómo se arregla eso? A veces uno se ve en un callejón sin salida, porque aunque reconozca que tiene un problema, no sabe cómo salir de él. Y de los psicólogos no me fiaba, porque conocía casos de gente que iba, e iba, e iba…y no mejoraban gran cosa. Acababan todos empastillados, y yo no quería eso. Con el tiempo, empecé a estar casi siempre “espesa” mentalmente, sin inspiración, aturdida, agobiada e irritada como un animal enjaulado, mientras mi cuerpo me dolía aquí o allá. Y a pesar de todo, yo, esforzadísima en salir adelante como fuera, aún intentaba adaptarme más aún a la ciudad y ser más moderna que nadie, haciendo todas las cosas que se supone que uno debe hacer para triunfar en ciertos ambientes. Estaba bien ciega, ay de mí, pero tan ciega que ni me daba cuenta de que no veía. Y fue entonces, en lo más negro, que vinieron las hadas a hacerme ver lo que nadie más parecía ver.

Sí, las hadas. Porque esto es un cuento de hadas, lo aviso: la entrada o capítulo de hoy es un cuento, una de esas otras historias que, si algún día llego a vieja revieja y soy abuela, espero contar a mis nietos…eso sí, adornada y exagerada, para impresionarles más y que se queden boquiabiertos, je, je.

Pero decían que aparecieron las hadas, y vamos a ello. Se dice, se cree, que las hadas vienen a hacerle ver a uno visiones, imaginaciones locas, y que después esa persona ya no vale para nada más, porque se quedó como hechizado. De otras, se cuenta que vienen a seducirlo y conducirlo a un extraño mundo del cual no podrá salir, porque se encaprichan de los seres humanos y los roban para jugar con ellos. Pues bien, puede que de esas, haberlas haylas, pero se me ocurre que igual pasa como con los ángeles. Del mismo modo que hay ángeles buenos y ángeles malos, de esos que llaman “ángeles caídos”, tal vez haya hadas buenas y hadas malas, o “hadas caídas”. Y a mi me ayudaron, obviamente, las hadas que ayudan, las que enseñan a ver lo real y lo práctico en lugar de las fantasías inútiles, las que te muestran un camino para salvarte y salir de tu atasco, en lugar de mostrarte sendas hacia la perdición, las que en lugar de raptarte te ponen de vuelta en tu mundo mejor de lo que estabas, etc.

Pues bien, eran unos asfixiantes días de agosto. Mi vida, anímicamente, era más un sobrevivir que otra cosa, porque además detestaba los veranos en Barcelona, con ese calor que me ahogaba, volviendo a casa con la piel húmeda y el pelo pegado en la frente, con las narices llenas de porquería gris de la contaminación, pasando las noches sin casi poder dormir porque hasta el colchón parecía estar hirviendo y ni de madrugada corría algo de brisa fresca. Entonces, una noche tuve un sueño. En él, sucedía alguna clase de crisis gorda en la ciudad. Tanto, que un grupito de personas, en el cual estaba yo, decidíamos huir a todo correr para escapar del desastre que se cernía sobre la ciudad. Y era tanta la prisa que teníamos, tanta la sensación de urgencia, de peligro, que salíamos campo a través con lo puesto, sin ni siquiera unas maletas, ni un bolso, y andando.

Andábamos y andábamos y llegábamos por fin a espacios naturales alejados de la ciudad, pero aún teníamos la sensación de que debíamos alejarnos más. Nos encontrábamos en un camino de tierra que se adentraba en un desfiladero rocoso, cuando delante nuestro un grupo de niñas como de unos 7 u 8 años cruzaron el camino. Eran niñas un poco raras, la verdad, porque iban todas vestidas igual, con un vestidito de rayas azules y blancas de tirantes, con frunces en el pecho, que me recordaba mucho a uno que tuve cuando yo era pequeña…Pero lo más raro era que parecían salir de las rocas de la derecha, cruzaban el camino y entonces ¡flops!, como por arte de magia desaparecían dentro de las rocas de la izquierda. Iban totalmente absortas en lo suyo, sin prestarnos la más mínima atención, como si no existiéramos, y me dio por pensar que tal vez esas niñas no eran eso, en realidad, sino alguna otra cosa…

De repente una de ellas se detuvo, se giró y, saliéndose de la extraña comitiva, vino hacia mí. Me miró, miró a mis pies, y dijo con una sonrisa burlona y casi maliciosa:
- ¡Con esos zapatos que llevas, no vas a llegar a ninguna parte! Ji, ji, ji, ¡qué tonta!

Me sentí irritada. No me había dado cuenta hasta entonces de que llevaba puestos unos de mis zapatos de tacón más alto, de esos que una sólo es capaz de aguantar un rato, y para una fiesta de esas de "quedar bien". Realmente era ridículo tratar de huir monte a través con eso en los pies. Pero tuve la certeza en ese momento que me encontraba frente a un hada, y eso que yo no creía en ellas hasta entonces. ¿Y no se suponía que las hadas podían ayudarle a uno…? ¿Qué hacía esa, riéndose en mis narices?

Evidentemente, yo era muy vanidosa al pensar así, porque nadie tiene la obligación de ayudar a nadie, ni siquiera las hadas. Pero ¡qué le vamos a hacer, yo era como era! Así que con gran atrevimiento y una seguridad en mí misma que ni siquiera sabía que tenía, me encaré con la niña burlona, y le dije:
- ¡Pues tú, si fueras realmente un hada, me ayudarías, en lugar de reirte de mí!

Extrañamente, la niña-hada no se enfadó. En lugar de eso, de repente cambió todo. Me encontré adentrándome por una especie de cueva que se abría en las raíces de un árbol. Me guiaba el hada, pues aquel era su mundo. Descendimos a través de increíbles escaleras retorcidas junto a raíces de árboles, excavadas en la tierra, hasta que llegamos a una especie de galerías subterráneas enormes. Había luz, a pesar de estar en el interior de la tierra, y el escenario me parecía fantástico, alucinante, digno de una película de ciencia ficción. Allí vivían otras hadas, y me sorprendió comprobar que la mayoría eran viejíiisimas y arrugadas. Algo me decía que tenían miles de años, y me quedé asombrada. Eran silenciosas, no hablaban, pero sus ojos reflejaban una sabiduría sin fin.

Yo no solamente no había creído en las hadas hasta entonces, sino que la única imagen que tenía de ellas era la típica de los cuentos para niños: seres minúsculos con alitas de colores, etc. Pero esto era otra cosa. ¡Nunca había imaginado hadas ancianas! Tampoco nunca había imaginado que estar en su presencia me pudiera a emocionar tanto. Porque yo sentía que sabían mucho, pero no sólo era eso. Es que además estaban llenas de amor hacia todas las cosas. Su silencio me impresionaba, pero ¡es que su sola presencia ya me comunicaba muchas cosas…! Tantas, que casi no hacía falta que hablaran.

Me quedé muda, impresionada, boquiabierta y alucinando, como dicen que se queda uno ante un santo iluminado o ante una visión celestial. Recuerdo especialmente el impacto que sentí al ver las manos de una de aquellas hadas. En las yemas de sus dedos brotaban capullos de rosa blanca. Eran como de luz. Supe que cada cosa que tocaba aquella hada quedaba bendecida, transformada, curada. Esas rosas de luz blanca saliendo de sus dedos eran sanadoras porque irradiaban amor puro, delicadeza, dulzura. Era tan bonito ver eso, e irradiaba tanta bondad, que me puse a llorar como una tonta. Snif, snif, ¿de verdad existían seres así de buenos?

Entonces, una de las hadas me regaló un minúsculo librito blanco. Aquel objeto era increíble, porque de sus tapas, forradas como de seda luminosa, brotaban diminutas flores vivas. Desde lejos, parecía un librito de esos que se regalaba antes a las niñas por su Primera Comunión, pero al acercarte veías que no tenía nada que ver. No estaba hecho de papel ni de material “muerto”, ¡sino vivo! Irradiaba luz irisada por todas las esquinas, era increíble. Saliendo de su tapa, reconocí a algunas de las flores silvestres más pequeñas que había visto en el campo. Casi daba miedo abrir el libro, porque si sus tapas ya eran así…¡qué no iba a haber dentro de él! A lo mejor no podía soportar tanta belleza, tanta sabiduría, ¡uf!, porque, sin palabras, el hada que me lo entregaba me decía que era un libro que enseñaba cosas sobre las flores pequeñas y sus extraordinarias y desconocidas virtudes.

Me sentí indigna de semejante regalo. No entendía por qué me daban eso que parecía tan valioso, si yo no era más que una joven tonta y perdida en la ciudad, que ni siquiera entendía qué cosa era un hada. Pero, siempre en silencio, aquella arrugada ancianita de ojos bondadosos insistía en dármelo. Llorando de emoción como una niña pequeña, al final acepté el librito, que cabía dentro de la palma de mi mano, de tan pequeño que era, y lo estreché en mi corazón. Nunca pude imaginar que se pudiera tener en las manos algo tan precioso, tan mágico, tan…

Bueno, por esas cosas que suceden en los sueños, de repente ¡flops!, otro cambio repentino. Me encontré fuera del mundo de las hadas. Ahora estaba sola, otra vez en el camino de tierra de aquel desfiladero rocoso. Ya no había hadas por ninguna parte, ni tampoco veía el librito blanco. Sin embargo, me sentía cambiada por dentro, diferente, mejor. Más fuerte y menos ignorante, como si hubiera entendido algo que todavía no sabía expresar, ni sabía qué era exactamente. Asumí que acababa de vivir algo extraordinario que tal vez nunca podría entender, pero que me había ayudado de algún modo, porque me sentía estupendamente.

Me puse a andar para continuar mi camino y entonces fue cuando noté algo diferente en mis pies. Miré hacia abajo y vi que, en lugar de llevar los sofisticados zapatos de tacón de antes, llevaba puestas unas comodísmas botas de caminar hechas de piel marrón. Entonces, me vino a la mente la cara del hada del principio, con su sonrisa burlona. Me guiñaba un ojo, y comprendí que aquellas botas eran su regalo. Era su manera de decirme: " ¿Ves? También puedo ayudarte. Te llevarás estas botas de regalo y con ellas sí llegarás lejos, porque son el calzado adecuado para ir al campo, que es donde deseas ir.”

Me desperté en ese momento, pero la sensación de haber recibido unas botas fantásticas era tan fuerte que miré hacia el suelo, junto a mi cama, por si debido a una especie de milagro estaban ahí. Pero no, claro. El recuerdo del sueño era tan vívido e intenso que se me hacía difícil volver a la vida de siempre, como si de verdad hubiera estado en el mundo de las hadas y como si de verdad me encontrara huyendo de la ciudad, monte a través, calzada con botas mágicas y con un maravilloso librito de flores vivas guardado en mi corazón. Luego, la vida de cada día me esperaba, imperturbable, y tuve que dejar atrás el sueño como una fantasía bonita que al final no era más que eso, un sueño.

Y pasó el tiempo. Corrieron los días, los meses y los años. Mi vida seguía más o menos igual, pero a veces volvía a acordarme de las hadas, del librito de las flores pequeñas y de aquellas botas cómodas de piel marrón. Fui entendiendo que aquel sueño tenía un mensaje, una enseñanza para mí. No podría marcharme nunca de la ciudad si, primero, no renunciaba a todas esas cosas sofisticadas a las que me aferraba. Tenía que cambiar. Debía volverme más simple, más sencilla, más humilde y sobretodo, más práctica. Los zapatos de tacón son bellos objetos de deseo para mucha gente, pero estaba comprendiendo que simbolizaban una clase de vida separada de la naturaleza, artificial, llena de trampas. Tenía razón el hada: no podía ir muy lejos con ese calzado, no si deseaba volver a la naturaleza, porque el campo no está hecho para esos artefactos incómodos. ¡Ni siquiera se puede sentir bien la tierra con ellos! El zapato de tacón simboliza lo contrario de ser natural, y el sueño me indicaba que, mientras yo no me volviera natural, no podría volver a la naturaleza, valga la redundancia. Lo que no puede ser, no puede ser. Uno no puede regresar al seno de la Madre Naturaleza intentando seguir con lo artificial como si nada. Eso vale sólo para domingueros, para usuarios del monte de fin de semana, pero no para quien de verdad desea irse a vivir al campo, definitivamente y sin discusión.

Pasaron los años y un día vi en una tienda (¡gracias, Camper!) unas botas casi igualitas a las del sueño. Había buscado unas iguales o parecidas muchas veces en los escaparates, pero hasta entonces los modelos llevaban tacón casi todos, o eran demasiado rígidos y no tenían nada que ver con aquellas botas fantásticas. Pero un otoño, de repente ¡ahí estaban las botas mágicas…! Ilusionada por lo que consideré una señal del destino, y aunque resultaban caras para mi pobre economía, me las compré. Tal vez si las llevaba puestas al máximo, imitando al sueño, se me arreglarían las cosas y podría marcharme pronto de la ciudad. Como una niña, esperé que el acto mágico de copiar lo que uno ha soñado diera los mismos resultados en la vida real.

¿Fue casualidad o simple coincidencia que al cabo de pocos meses uno de mis mejores amigos decidió irse a vivir a un pueblo? Y resulta que aceptaba convivir con otras personas y compartir gastos en su casa, ya que iniciar una nueva vida lejos de la ciudad (él huía de Madrid) empezando todo de cero no es fácil. ¡Esa era la oportunidad que estaba esperando! Y es que entendí en ese momento que, si continuaba aferrada a mi plan de “primero ahorrar, luego invertir, y cuando funcione todo, marcharme”, nunca me iría de Barcelona, o lo haría demasiado vieja, gruñona y enferma como para disfrutarlo. En cambio, si hacía como en aquel lejano sueño, marcharme con lo puesto y al instante, sin pensarlo tanto, podría hacer realidad de inmediato aquel cambio de vida que tanto deseaba. Tiempo habría de buscar cualquier trabajo allá adonde fuera. Ya no me importaba perder categoría o tener que trabajar de lo que fuera, porque ya no era una señoritinga con anillos que sueña con palacios, sino una persona que se da cuenta de que a veces la vida sencilla y humilde es la mejor. Cuando uno quiere sofisticarse demasiado, demasiado a menudo se esclaviza de una manera que puede resultar asfixiante. Pero, eso sí, ¡me marcharía de Barcelona con las botas puestas!

Y así fue, y hasta hoy. Aún me duran aquellas botas, aunque las pobres ya están bastante gastadas. Cada invierno, cuando me las pongo, me acuerdo de las hadas y de cómo salí de la ciudad siguiendo su consejo, es decir, sin tacones y con lo puesto.
(Otras flores diminutas. Estas crecen en medio de los regueros, donde corre el agua)

Todo esto lo recordaba hace pocos días, mientras fotografiaba las flores pequeñas que nacen, casi totalmente ocultas por otras hierbas, junto a un arroyo. Rememoré aquel sueño, aquel maravilloso y misterioso librito del que brotaban humildes florecillas anónimas, y me sentí feliz porque ahora vivía en la naturaleza. Ya no necesitaba comprar plantas, ni tampoco abrir ningún libro para verlas. Estaban ahí, a mi lado, en cualquier rincón del lugar donde vivo. ¿Y los zapatos de tacón…? Más que olvidados, formaban parte de un pasado que me parecía, ahora, la vida de alguna otra persona que no tiene nada que ver conmigo. ¡Y qué feliz me sentí en ese momento, en el arroyo junto a las flores! Me dije: “¡Ah…es como si mi vida fuera un cuento de hadas!”

Pero claro, la gente no tiene esa idea de los cuentos de hadas, porque se imaginan…¿qué? Pues que ellas te dan riquezas, montones de oro, de plata, de joyas, de lujosos vestidos y palacios, y…¡Oh, oh! De repente comprendí que mi vida era como el cuento de La Cenicienta, pero al revés. Mi vida es un anti-cuento de hadas, porque, después de mi “encuentro” con las hadas, en lugar de enriquecerme monetariamente, me he empobrecido. En lugar de acabar vestida con trajes de seda y bordados, ando con ropa de mercadillo. En lugar de calzar imposibles (y seguramente incomodísimos) zapatitos de cristal, calzo botas de monte o sandalias planas y deportivas. En lugar de viajar en carroza (o en su equivalente, un cochazo último modelo), ando a pie o en coche de línea, como los más simples entre los simples. En lugar de haberme casado con un príncipe con palacio inclusive, vivo de alquiler en una casa sencilla, con alguien que nunca fue rico ni tuvo mansiones, sino al revés, pero al que no le importa mancharse las manos de tierra. Y nada de pajes, ni de criados, ni de vajillas de porcelana delicada, ni…Y si alguna calabaza tenemos, es la que sale en el huerto, y no pensamos convertirla en una carroza sino comérnosla, que para eso es. Y como a alguien se le ocurra transformarme las cosas de la huerta en coches, criados o amas de llaves, me voy a cabrear pero que mucho.



Iba pensando en esto mientras seguía sacando fotos a las florecillas. Entonces, como si invisibles y ocultas en el seto florido anduvieran las hadas de mi cuento y me estuvieran cuchicheando cosas al oído, algo me dijo que hay cuentos buenos y cuentos malos. Hay cuentos que ayudan a la gente a encontrar la felicidad y su lugar en el mundo, y hay cuentos que, como las “hadas caídas” sólo hacen soñar con mundos lejanos, logrando que las personas se sientan infelices y desgraciadas allá donde viven. Y ¡ay!, el cuento de La Cenicienta era uno de éstos. Porque aunque parezca un buen cuento, de ésos que enseñan a superar dificultades, en realidad ¿qué está enseñando a las niñas de medio mundo? Pues que es feo, deshonroso y horrible dedicarse a encender el fuego, a cocinar, a ayudar a los familiares y, en definitiva, a cuidar de un hogar humilde. Y que lo que vale, lo que cuenta, es prosperar y rodearse de extravagancias. Encima, esto La Cenicienta lo hace a base de cazar un príncipe que, para más inri, es azul. ¿Alguien puede decirme algo más poco humano y más poco “terrestre” que ser de color azul? ¡Ni que el color moreno de la carne los Hijos de la Tierra fuera de poca categoría! ¿Alguien puede decirme qué c. significa un príncipe azul?

Sí, ya sé: la madrastra y sus hijas eran arpías malvadas que hacían imposible la vida a la pobre Cenicienta, así que estuvo muy bien que pudiera escapar de esos malos tratos. Pero esa solo es la parte buena y honesta del cuento, y va mezclada con lo demás, que me parece propaganda de unos valores artificiales, extraños, destinados a convencer al personal de que la prosperidad es dejar atrás la vida sencilla de las aldeas y los pueblos, en lugar de enseñarles a cuidarlos y mejorarlos para que sigan siendo el querido hogar de muchos. Eso sí, esos valores son muy propios de cualquier “Imperio”, pues muestran como inferiores y vergonzosas las costumbres y la sabiduría de la gente indígena y humilde, esos que nunca han perdido el contacto con la tierra. En lugar a La Cenicienta a librarse de los malos tratos por si misma, la enseñan a depender de un rico salvador (forastero del pueblo, claro). Y en lugar de terminar el cuento haciendo que la niña recupere su legítimo hogar (usurpado por la madrastra y hermanastras de turno), o que adquiera uno propio, la mandan lejos, a casa ajena, a depender de los reyes y el príncipe…

Así, hoy en día, cuando la gente se refiere a alguien diciendo de ella que “es una moderna Cenicienta”, no están pensando en la superación de malos tratos familiares, sino en que una chica de orígenes humildes haya alcanzado la riqueza y la fama gracias a casarse con un príncipe o similar. O sea, un tipo rico, con mansiones, coches, criados, etc. Eso es lo que se considera por Cenicienta, una mujer que logra no dar un palo al agua y que se dedica únicamente a lucir el palmito en trajes seductores y calzando, cómo no, extravagantes zapatos de tacón que la imposibilitan para nada que no sea deleitar los ojos de su fetichista marido (y de quién sabe cuántos moscones más).

Entonces, esa mujer ya no sabe lo que es el cuidado del fuego del hogar, que aunque luego se ha olvidado esto, fue una actividad prestigiosa y sagrada para las antiguas tradiciones humanas. También deja atrás lo que es cocinar con cariño para uno mismo y la gente de casa, encargándoselo a otros. Utiliza ingredientes sofisticados que jamás cultiva (ni son de las huertas de la propia tierra, sino de algún otro lugar lejano). No cuida a sus hijos más que un ratito porque, o bien no los tiene (para no incomodarse ni estropearse la figura), o bien se los deja a la niñera de turno, no sea que le manchen la ropa o le tiren del pelo y salga fea en las fotos (porque, por supuesto, es una mujer que aspira a ser famosa o que cultiva una imagen pública artificial). No cuida a sus padres porque se avergüenza de sus orígenes (más humildes y pobres de lo que le gustaría), y esos dos viejos le parecen personas vulgares de costumbres groseras, ignorantes e incómodos. No camina si puede evitarlo, yendo en coche hasta para ir al cuarto de baño, etc.

Estoy exagerando, pero lo cierto es que el cuento de La Cenicienta simboliza y resume un sueño extraño que de algún modo se coló en las mentes de las mujeres y les comió el coco. A todas, o casi. Así, muchas de las que antes eran felices Hijas de La Tierra, a raíz de este nuevo modelo de mujer ideal (La Cenicienta convertida en princesa de mírame y no me toques) empezaron a sentirse inferiores, pobretonas, cutres, desgraciadas. Ahora, se suponía que lo ideal era dejar de trabajar en las cosas del hogar y de la familia e intentar tener la grandísima suerte de casarse con un nosequién de ciudad con dinero a montones, dejar atrás el pueblo y dedicarse a recorrer el gran mundo en avión privado, y hale.

No estoy criticando a quienes tienen dinero gracias a su trabajo y disfrutan con ello de viajes, posesiones, etc. Estoy criticando que hay una letra pequeña en el Cuento de La Cenicienta, o en el “sueño” de tantas chicas de pueblo. Esta letra, en la que nadie parece haber reparado, dice que las actividades hogareñas son algo inferior, indigno o, como mucho, un “mal necesario”, un “sacrificio” que uno debe hacer si no tiene otro remedio ni la suerte de ser millonaria. ¡Tantas mujeres dicen, resignadas, que hacen eso porque alguien tiene que hacerlo y les toca a ellas, y punto! Hay una cierta tristeza de fondo, incluso una amargura. Durante generaciones, las niñas han sido educadas para hacer el trabajo del hogar porque sí, y para verlo como algo sin mucho valor, un engorro, un fastidio inevitable, una obligación que cumplir cuanto más rápido mejor, y punto.

Pero esto, en origen, ¡fue muy diferente! Cuando investigas las enseñanzas tradicionales antiguas, descubres que lo que tenía más prestigio socialmente era lograr tener un hogar (o sitio de lumbre para calentarse y cocinar) propio, y que era la mujer la que tenía un mayor y más reconocido conocimiento de ello y todo lo relacionado. Por esa razón, la mujer llena de esta sabiduría y ocupada en asuntos hogareños era reconocida como una gran e indiscutible autoridad, tanto dentro como fuera de su casa, y era todo un honor compartir su vida con esa reina. ¡Nadie se hubiera atrevido a faltarle el respeto o a darle órdenes! Pero claro, la visión de las cosas era muy diferente, y no se educaba a las niñas para que cumplieran obligaciones aburridas, tragándose el fastidio, sino que se les ofrecía como un don el privilegio de ayudar a las adultas y así prender voluntariamente a ser reinas del fuego, señoras con un hogar propio. Ha llovido mucho, han pasado milenios, y hoy todo es muy, pero que muy diferente.

Así que chicas, el Imperio nos ha engañado y nos ha robado un conocimiento, una libertad y un prestigio social al que en otro tiempo tuvimos pleno derecho. Y lo peor es que lo ha hecho durante siglos, pues muchas de nuestras madres y abuelas han padecido la vida en los pueblos como algo esclavo, desagradecido, triste, sufriente. No todas nuestras antepasadas han sabido ser felices con esa clase de vida, sólo algunas, porque hace muuuuuucho que el dichoso “cuento” o “sueño” del tipo Cenicienta, aunque sea en otros formatos, anda comiendo el coco a las jóvenes. Tal vez haya “hadas caídas” susurrando al oído de las mujeres de pueblo que no valen nada al lado de las mujeres instruídas de ciudad, o tal vez sea el típico diablillo que se pintaba en los catecismos, a la izquierda de alguien, cuchicheándole estas cosas para que esa persona dejara de ser feliz.

Así, se han ido olvidando las antiguas tradiciones que enseñaban que era algo sagrado cuidar del fuego del hogar. El fuego era la lumbre, pero también un símbolo del calor del corazón en el cual se calientan otros (la pareja y/o los hijos) Por eso, a las más antiguas abuelas ancestrales jamás se les hubiera ocurrido llamar Cenicienta, como un insulto, a una niña, porque la que se manchaba de cenizas era, por el contrario, la mujer más importante y respetada de todas. Tampoco hubieran inventado un cuento así, en el que una supuesta hada madrina enseña a una niña todo lo contrario de lo que debe aprender si quiere sobrevivir en la Tierra, como Hija de la Tierra, conectada a la verdadera naturaleza.

Se me ocurre que seguramente aquellas antiguas abuelas hubieran contado un cuento más parecido al mío, en el cual unas hadas arrugaditas, abuelitas a su vez en su propio mundo, enseñan a una joven lo que es la vida de verdad y le quitan las tonterías de la cabeza. Y nunca hubieran enseñado a sus hijas y nietas a vivir la vida hogareña como algo sacrificado, como un rollo, una obligación que tienes que seguir te guste o no, y punto.

Desgraciadamente, a ninguna nos han enseñado que es una suerte, y no una desgracia, tener un hogar que cuidar y poder hacerlo una misma, en lugar de relegarlo en otras personas ajenas a la familia, que vete a saber qué tendrán en su corazón, si pondrán amor en lo que hacen o más bien fastidio, en plan “aguanto esto porque me pagan y ya está”. Y que es un privilegio poder estar atenta a las propias paredes, y limpiar los rincones personalmente. Y que es una suerte poder tener y criar hijos también personalmente…Y que es una maravilla poder vivir esto y ya no digamos si lo puedes compartir con una pareja que tenga gustos naturales y sensatos, y que no la obligue a una a andar todo el día como una maniquí de cara al escaparate, destrozándose los pies con ridículos zapatitos de cristal. Ay, ¿qué clase de hombre es incapaz de reconocer a la chica de la cual se ha enamorado, si no es probándole un zapato? ¿Qué pasa, que el príncipe no le miró siquiera la cara, que no era capaz de recordar su voz, o sus ojos, su estatura, el color de su pelo…? ¡Está claro que un tipo que sólo mira tus pies y lo demás le importa un pito es un raro, un obseso! ¡Yo nunca me casaría con un hombre así!

Terminé con las fotos de las florecillas mientras pensaba todas estas cosas. Y entendí que el mito de la Cenicienta, presentado ese modelo de mujer ideal, más todo lo que esto lleva añadido, podría ser una de las muchas razones por las cuales la mayor parte de chicas jóvenes no quieren quedarse a vivir en los pueblos, ni tampoco emigrar a ellos desde la ciudad, salvo que les aseguren un trabajo que no tenga NADA que ver con el hogar. O sea: nada de limpiar, nada de cocinar, nada de cuidar a otros, nada de cultivar, nada de…Y claro, como en los pueblos eso es (todavía) lo que hay mayormente, tururú, ahí no me veréis, pringando como mi madre/abuela, etc. Que ya he visto de qué va, el pueblo es un agobio, me piro a la ciudad.

Allí las esperan otros trabajos, con relaciones laborales y humanas diferentes y muy esclavas a su manera. Pero claro, sarna con gusto no pica. Algunas mujeres de origen humilde tendrán que vivir el cuento de La Cenicienta para descubrir que no es oro todo lo que reluce, del mismo modo que yo he tenido que vivir el anti-cuento para descubrir que los trabajos tradicionales del hogar no son tan horribles, ni las mujeres de pueblo menos sabias y dignas que las demás. Pero no juzgo a las que quieran imitar a La Cenicienta, porque cada uno hace lo que sabe y lo que puede, y del mismo modo que yo no veía otra salida más que irme al campo, otras no verán otra escapatoria para su agobio más que irse a la ciudad. Así es la vida.

A veces, algunas mujeres de este pueblo se muestran avergonzadas cuando quiero hacerles una foto, o preguntarles sobre sus actividades o su historia personal. Se disculpan por llevar el mandil sucio de tierra, por tener las manos estropeadas, por no haber estudiado grandes carreras, ni haber viajado, ni haber hecho otra cosa que cuidar hijos y sacar adelante un hogar. Es como si sintieran que todo eso las hace inferiores a mí y a otra gente de ciudad, gente que ha leído mucho, ha viajado, ha visto mundo, y se ha dedicado a llevar taconcitos en lugares de trabajo tipo oficinas de alto diseño. Yo les contesto que eso son tonterías, pero no me hacen mucho caso. Están como hipnotizadas por el dichoso Cuento de La Cenicienta, y se sienten, claro, pobres y poca cosa, como aquella chica sucia de ceniza que no paraba de trabajar. Piensan que las mujeres ricas, las instruidas en otras cuestiones, las viajadas, son mejores que ellas, como si fueran de otra calidad o incluso de una especie humana diferente. Pero eso, ya lo he dicho, me parece una sucia comida de coco por parte de algún “mal espíritu” o mal-hado, más que otra cosa.

Yo, más bien, las admiro a ellas, las que han aprendido a sacar adelante una familia, las que conocen el trabajo de la tierra al dedillo, las que no se arrugan con actividades que a mí en cambio me agotan o me abruman, porque en la ciudad me volví floja, torpe y despistada de lo esencial. Entonces, se me ocurre que ellas son como esas flores pequeñas de las que me hablaron las hadas. Son mujeres que crecen en sitios humildes y no llaman la atención, pero son valiosas como las que más. Lo que pasa es que el mundo, en general, está educado para admirar sólo las plantas exóticas y medio artificiales de la floristería, caras, grandotas y vistosas, y parece no ver ni valorar a las humildes florecillas sin fama ni “precio” que crecen en nuestra tierra.

A ellas les dedico esta entrada, pues. A las flores del campo y a las mujeres humildes cuyo corazón y su vida esforzada es como una flor. Que son muy afortunadas, y que nadie las convenza de lo contrario. ¡Fuera todos esos complejos! Que se dejen de tonterías, y que el Cuento de la Cenicienta y sus sofisticaciones se lo metan otros donde les quepa. Convertir las sabrosas calabazas en carrozas, casarse con príncipes azules de gustos raros…¡habráse visto! ¡Hasta aquí podíamos llegar!

Y yo, encantada de ¡por fin!, poder vivir en una casa con “hogar”, es decir, una casa a la antigua, con un lugar para la lumbre o fuego propio, y de poder trotar por los caminos con mis queridas botas, a Dios gracias y que me duren muchos años más.







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