lunes, 8 de diciembre de 2008

Los Tabuyanos, Maestros en lo Práctico

Aquí se ven a dos de mis vecinas, Hortensia y Sinda, desgranando legumbres y separándolas de paja y cascarillas una vez que la planta se ha secado. Había visto esto de niña en el pueblo de mi padre, pero creí que ya no se hacía más en ningún sitio. ¡Y es que hay que tener mucha paciencia! Pero una de las cosas que se aprenden en el campo es precisamente esa: si quieres frutos, tienes que trabajarlos todo el año y esperar. Este no es el reino de lo automático. Los de ciudad vivimos engañados...¡y muy mal acostumbrados! Desde que me di cuenta de esto, rezo: Diosito, ¡yo ya no quiero ser más de ciudad, yo quiero volverme de pueblo!
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Para los que lean esto desde lugares más "civilizados" que este rincón de mundo, voy a hablar de cómo vivir en un pueblo está transformando a mi persona, y para bien. Supongo que entre las experiencias de los urbanitas que se han ido al campo las hay de todos los colores, porque recuerdo algunas bastante espantosas que me contaron otras personas, hace años, cuando aún vivía en Barcelona. La moraleja de aquellas desgraciadas experiencias era: "Ten cuidado, lo de ir a vivir al campo parece muy bonito, pero no es como parece". También mi familia se echaba las manos a la cabeza: "¡Ay, pero si un pueblo pequeño es un infierno grande!¡Con lo que luchamos nosotros para marchar del pueblo!", etc. Alguna gente me vio marchar de la ciudad sin entenderlo, meneando la cabeza, como si en lugar de ir a vivir mejor, yo fuera a tirarme de cabeza a la cuneta.

Pero es que todo depende de las razones que tengas para marcharte de un lugar a otro, de las expectativas que te hagas, etc. Y yo, la verdad, nunca pretendí ir a vivir a un pueblo para huir de los problemas, ni para meterme en una especie de paraíso fuera del mundo, ni para ver pasar ante mis narices una vida color de rosa sin pegar golpe. Lo único que quería eran 3 cosas que la ciudad no me podía dar: naturaleza, silencio-calma, y menos gastos económicos en el día a día. Así de simple, así de vulgar y así de práctico.

Y como esas 3 cosas resulta que sí las estoy teniendo en el pueblo, pues aquí estoy, tan feliz. Lo bueno del caso es que, mira por donde, ahora resulta que no sólo tengo esas 3 cosas que buscaba, sino más, y son cosas inesperadas con las que no contaba. Y la primera y más importante para mí está siendo el aprendizaje.

Algunas personas de este pueblo se impresionan con la gente que "estudia carreras", que lee libracos espesos y que tiene conocimientos de ciertas cosas sofisticadas, porque ellos no entienden de eso. Podrían preguntarse: "¿Y qué será lo que puede aprender esta mujer, si puede saberse?". Bueno, pues les saco de dudas: aprendo todo lo que nunca aprendí por haber vivido casi siempre sólo en el "pensar" y en otra clase de vida que era muy diferente de ésta. Aprendo en lo práctico, en lo más básico de las necesidades del ser humano. Aprendo cosas que uno debería saber porque son las que hacen que la vida funcione pero que, viviendo en la ciudad, terminas por desconocer. Total, como allá todo es ir apretando botones, llamando por teléfono o encendiendo la pantalla del ordenador...

De la vida virtual a la vida material, real y palpable: esa es mi experiencia. Descubro, maravillada, que la gente de este pueblo es maestra, maestra en lo práctico. Y me doy cuenta entonces de mi grandísima ignorancia...Así que, tal y como dos y dos son cuatro, la cosa está clara: me toca aprender de ellos, que para eso son maestros.

Lo bueno del asunto es que aquí la vida cotidiana te lo pone fácil para aprender. Si sales a la calle, ves a la gente atareada en mil labores: unos con la huerta, otros con la leña, otros desgranando legumbres, otros con labores de costura, otros...Y encima, están encantados de que converses con ellos, les preguntes y les des la oportunidad de explicarte cómo se hace qué, para qué hacen esto o aquello. ¡No todos los pueblos son así! Estoy acostumbrada a otras actitudes: amabilidad fingida y superficial, indiferencia o incluso hostilidad, porque hay quien enseguida malpiensa si les preguntas algo de su cosecha: "A ver si esa tía me quiere robar"

Tampoco en todos los pueblos se siguen haciendo muchas cosas que aquí todavía son habituales. Anteriormente, estuve en un pueblo donde apenas quedaban familias que cuidaran huertas. Y las que lo hacían, no te mostraban como aquí, orgullosas, sus pequeñas plantaciones, ni te invitaban a pasar, ver y probar. Tampoco quedaba gente que fuera ella misma a buscar leña, sino que había uno o dos que se dedicaban a eso y el resto le compraban a él. Claro, es que tampoco había apenas bosque...Y así sucesivamente.

Hay muchos pueblos que sólo conservan de pueblo el tamaño pequeño, pero nada más. También allí la vida se va convirtiendo en un apretar botones, llamar por teléfono o mirar pantallas. También allí la gente acaba paseando sólo por la carretera o por los caminos más amplios y deja de adentrarse monte adentro, porque empiezan a sentir que la naturaleza no es el hogar adonde todos pertenecemos, sino un espacio hostil, peligroso y sucio al que es mejor ir domesticando con asfalto, cemento, vallas metálicas, etc. Y también allí empiezan a dejar casi de saludarse por la calle, y se empiezan a mirar con recelo, como en la ciudad, enfocados únicamente en lo personal. Cada uno anda sólo metido en su casa, y si el vecino agoniza en la casa de al lado, silencio. Nadie sale a pedir ayuda, pero es que tampoco iría corriendo (como pasa aquí) medio vecindario a casa del enfermo, a ver si se puede ayudar...sino que unos y otros espían entre las rendijas de las persianas, o a través de las cortinas, y miran cómo la ambulancia se marcha con el muerto.

Sí, cada vez hay menos lugares donde se continúen recordando y practicando todas las labores prácticas básicas de la vida humana. Y cada vez hay menos pueblos que aún conserven, entre sus gentes, un sentido de ser familia, un sentido de ser comunidad en la que todos han de ayudarse, aunque sea leve. Por eso, cuando llegué aquí me sentí como si hubiera entrado en una especie de isla donde las cosas todavía son como lo fueron hace mucho. Y me sentí afortunada, porque vi en esto una oportunidad de aprender mucho. Aquí veré cómo vivieron mis antepasados y haré lo que ellos hicieron. Ese me dará una perspectiva más objetiva de todas las cosas (por ejemplo, de la historia).

No sé qué pasará en el futuro. Tal vez también cambien aquí las cosas, porque hoy en día es difícil que las islas sobrevivan y lo global acaba llegando a todas partes, tanto para lo bueno como para lo malo. Pero sí sé una cosa: de momento esto existe. Y de momento estoy aquí. La riqueza del aprendizaje que consiga realizar en este pueblo quedará conmigo para siempre y la podré dar en herencia a mis hijos...o a otros que quieran aprender, en su día, algo más que vivir una vida virtual. Tal vez sean los menos, pero ¿qué importa? Importa que siga existiendo lo auténtico.

Por lo tanto, me quedan dos cosas: una, realizar todo este aprendizaje (que sólo estoy empezando, y aún no sé ni partir los troncos con el hacha, jeje). Dos, agradecer a todos los tabuyanos su carácter abierto que me permite estar aquí, su maestría y su generosidad para compartir sus conocimientos.


Termino esta entrada con una imagen de Sinda, una vecina entrañable, y su profunda y apacible mirada. Nunca sale una queja de labios de esta mujer...
(Ah, las fotografías son mías, por si alguien quiere saberlo).
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1 comentario:

rosa dijo...

gracias por enseñarnos a querer mas a nuestro pueblo,aunque yo realmente no soy de Tabuyo(es mi padre)pero todos los veranos voy a buscar esa paz y tranquilidad que me ofrece ese pueblecito situado en ese precioso bosque de pinos.
gracias